Como evitaba el
primer plano, sus bromas no eran histriónicas, no buscaban el colofón de una
carcajada. Prefería emplear la ironía, una ironía que podía llegar a ser
demoledora a la hora de hablar de cosas que realmente le importaban, y con más
frecuencia aún, cuando estaba en confianza, de la autoironía, como cuando
imitaba la voz de un niño para hacer sus demandas de amor o responder a las que
le hacíamos a él.
Creo que lo que
escondía era un acentuado, paralizador, sentido de la dignidad. Había muchos
rasgos de su carácter que lo avergonzaban, empezando por el sentimentalismo, y
todo su afán era taparlos, que el ojo ajeno no los descubriera. Por eso evitaba
las conversaciones demasiado cargadas emocionalmente, porque temía que su
verdadero ser aflorara en ellas, que se le escapara una lágrima o que un
comentario fuera llevándole a otro hasta acabar diciendo lo que no querría. En
realidad, lo que más le avergonzaba, y lo que su agudizado sentido de la
dignidad más se empeñaba en ocultar, era que se tenía por un ser débil. El
sentimentalismo lo consideraba parte de esa debilidad, en unión de otras que
solo soy capaz de intuir. La principal de todas: su falta de brío ante las
cuestiones prácticas de la vida, algo de lo que yo, como hijo suyo, era un
constante recordatorio
(Marcos Giralt Torrente, Tiempo de vida, 2010)