Universidad
de Zaragoza Junio
de 2007
La vocación
literaria no se produce
o decanta en talo cual
pasaje de nuestra biografía,
sino que está inscrita en
nuestros genes;
es un don (o una condena) que se recibe
de forma
misteriosa y que tarda más
o menos en manifestarse, o que incluso no llega
a manifestarse nunca, si
quien lo
recibió hace oídos
sordos al llamado.
El escritor es escritor
desde que nace, pero es
precisa una concatenación
de circunstancias
catalizadoras que
manifiesten
esa verdad escondida.
La
primera de esas circunstancias
catalizadoras que esculpieron
mi vocación dormida me sobrevino
a una edad de la que ni siquiera tengo memoria. Mi
abuelo, con quien tan ligado
estuve en los años de la infancia, me enseñó
a leer y escribir cuando apenas tenía tres años, antes de empezar
a ir a la escuela.
La lectura fue la llave que mi abuelo me entregó
para descifrar el mundo.
Él no era un hombre leído, pero al despertar en mí la
curiosidad por la lectura actuó como
un catalizador
providencial de mi vocación,
que luego se robustecería
cuando empezó a Ilevarme consigo a la
biblioteca municipal.
Mientras él
hojeaba la prensa, me dejaba en
la sala infantil, donde pude
alimentar vorazmente una pasión
que todavía era caótica,
informe y sin desbastar.
Como no tuve cicerone que me guiase
en aquel bosque
de libros, fui un lector omnívoro,
de un eclecticismo que alternaba
el oro y la ganga.
Y juraría que esta mezcolanza de
libros imprescindibles y fútiles
fue a la postre
beneficiosa, pues descubrí que
la literatura
es una casa con muchas
puertas, un recinto
de dichosa libertad
cuyos inquilinos
pueden cambiar de estancia cuanto les apetezca,
hasta establecer definitivamente
su morada. En aquella
casa me quedé para
siempre, dichoso de haber encontrado un refugio contra
la intemperie,
y en ella espero
morir, dejando en herencia
a quienes vengan detrás de
mí una habitación
atestada de palabras.
Porque la vocación literaria
es también una forma de hospitalidad.
Juan
Manuel de Prada
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