Algunas boinas
rojas salían de los riscos y bajaban corriendo hacia el puente. Se veía la
silueta negra de los soldados destacándose sobre el claro azul de las alturas,
ágiles y saltantes. Oyendo sus gritos sonoros en el silencio de las rocas,
aquella hilada de cazadores que cruzaba como un rebaño por la carretera, sintió
de pronto el aire encendido de la guerra agitar las almas, revolar en ellas,
hincharlas y darlas al viento como el paño de una bandera. Cada sargento
veterano fue un caudillo y un ejemplo en la ocasión. El veterano capitán se
apeó dando gritos heroicos: - ¡Hijos míos, vamos a cubrirnos de gloria! ¡Es
nuestro honor el honor de la patria! Tenemos dos madres: la santa que preside
el hogar y nuestra bandera. Corrió a la cabeza de la tropa con la barba trémula
y los ojos brillantes, prontos a llenarse de lágrimas, porque era siempre el
primero en sentir la emoción de sus arengas. Un zagal de doce años, hijo de un
bagajero, gritaba a par del capitán, huroneando por las filas para cobrar el
asno. El animal, libre del peso del jinete, sacudía con desperezo los lomos y
daba rebuznos tan sonoros que el eco milenario de aquellas montañas pudo
despertarse recordando el son de la bocina de Rolando. Cuando alcanzó el asno,
el muchacho cabalgó alegremente, y espoleándole con los talones corrió
confundido entre los cazadores. Cerca del puente, una bala le abrió un agujero
en la frente. Siguió sobre el asno con las manos amarillas y un ojo colgante
sobre la mejilla, sujeto de un pingajo sangriento. Fue inclinándose lentamente
hasta caer, y el asno quedó inmóvil a su lado. El padre, que le vio de lejos,
acudió corriendo, muy pálido. Los cazadores hacían fuego por descargas sobre
los carlistas que ocupaban el puente y sólo respondían con un tiroteo graneado.
Advertíase que apuntaban y disparaban despacio, como a las liebres en el acecho
y a las codornices en los trigales. El bagajero, inclinado sobre el cuerpo
yerto del hijo, movía incesantemente la cabeza al oír el silbo de las balas.
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