PAU Madrid junio 2013 Texto B
Comencé
a vincularme con la lectura en casa de una maestra, doña María. Vivíamos en
Cruz del Eje, al noroeste de la provincia de Córdoba. En esa época recién se
ingresaba a la escuela primaria con seis años de edad. No había jardín de
infantes. Doña María enseñaba en su galería cubierta por un techo de cinc.
Éramos varios estudiantes de diversas edades, y la mayoría recibía lecciones
para superar sus dificultades en la escuela. Las primeras hojas de mi cuaderno
mostraban una avergonzada torpeza. Las volvía a mirar para cerciorarme de mis
progresos. Hasta que esa mujer de cabellos blancos me enseñó que cada sonido
podía ser dibujado y luego identificado mediante un dibujo específico. Por eso
a la "m" le decía "mmm", no "eme". Tanto me
impresionó el descubrimiento que lo mostré a mis padres. Ellos sonrieron y
pusieron delante de mí libros y periódicos que apoyaban esa revelación.
Pero
después me negaba a leer. Una impaciencia exagerada me hacía abandonar el
esfuerzo. Mi madre era una persona a quien no la asustaba ningún esfuerzo, y
menos si debía aplicarse para la conquista de la cultura. Una tarde dijo que me
llevaría a la biblioteca pública. ¿La qué? No entendí y fui arrastrado de la
mano, por no decir de las orejas.
Éramos
muy pobres, pero cuando ingresé a la biblioteca junto a mi madre, me pareció
haber cambiado de mundo. Paredes tapizadas con enjoyados lomos de libros sobre
los cuales se cerraban grandes ventanas de cristal. Pisos de mosaicos
brillantes. Mesas de dos aguas para los diarios. Una enorme mesa horizontal
cargada de revistas. Y el escritorio de la señorita Britos. Mamá me presentó,
ella sonrió con ternura y me invitó a tomar asiento, mientras me entregaba
revistas con ilustraciones infantiles. Su técnica fue simple. Me entusiasmó con
las historietas y luego con breves aventuras, cada vez menos cortas, hasta que
recalé en autores que no podía abandonar.
Entre
los 16 y 14 años devoré casi todas las maravillas de ese santuario. Le debo más
de lo que me atrevo a confesar.
(Marcos Aguinis, en La Nación
(Buenos Aires), 21/04/2012)
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